Puedo reconocer una presencia adentro mío, como una energía particular y en absoluto ajena a mi, compasiva y sabia, que siempre se encuentra amorosamente disponible a mis inquietudes. Yo la llamo intuición, pero cada uno puede ponerle el nombre que más le guste.
En mi intuición está guardada cierta información que guía muy precisamente mi camino. Es una fuente de consulta rica y concreta, y responde a las preguntas y dudas que surgen, a veces automáticamente y otras no tanto. Cuánto más específicas y claras las pregunta, más prontas y certeras las respuestas.
¿Pero quién responde y quién pregunta?
Si hubiera una manera de responder eso, se acabaría todo el misterio de golpe, porque en realidad pregunta y respuesta no son un fenómeno, sino que son una experiencia. Yo no pregunto ni respondo, sino que yo soy la pregunta y la respuesta.
La intuición, las respuestas y las preguntas de alguna manera son la misma cosa para mí. Funcionan como esos aparatos que buscan metales y que lanzan sonidos leves y equidistantes cuando no encuentran y que enloquecen cuando se acercan a algún objeto.
Las veces que mi intuición me ha hablado claramente siempre coincidió con una sensación inexplicable en el cuerpo, de alegria y revolución interior. Cómo de encuentro conmigo mismo después de una larga búsqueda. En ese momento, las preguntas y las respuestas se agolpan y no se cuáles han nacido primero, si las primeras o las segundas, y encuentro a mi intuición como un enorme cartel señalizador.
Hace unos años, después de dar vueltas y vueltas sobre la idea de la práctica del Zen, y al regreso de un viaje largo por Japón en donde me interioricé mucho en el tema, decidí empezar a practicar zazen en un pequeño dojo de uno de los poquísimos monjes que hay en la Argentina.
Recuerdo mi emoción el primer día que asistí, cómo llegué temprano y cómo escuché cada una de las palabras instructivas que me decían. Me aboqué a la tarea ese día y varios más, hasta que a los cuatro o cinco meses noté que no era lo mío. Me encantaba leer sobre el Zen, amaba sus historias, lo entendía incluso. Mi casa estaba (y está) llena de imágenes de budas y monjes meditando y todo cuanto rodea su práctica me parece bello y poético.
Sin embargo el estar ahí, tratando de acomodar mi cuerpo adolorido, esforzándome por ver qué hacer con mis pensamientos y haciendo esfuerzos inútiles por silenciar mi mente, simplemente no me funcionaba.
Cada vez que me sentaba a meditar, en mi casa o en el pequeño dojo, aparecía esa voz adentro que me preguntaba qué buscaba, qué quería lograr, y me pedía de formas distintas que vuelviera a casa, a lo mío.
Yo entendía que formaba parte de la práctica y que simplemente tenía que evitar escucharla, pero de unos años a esta parte, aprendí a diferenciar la voz de mis pensamientos y la voz de mi intuición. Ambas voces sin sonido, ni palabras.
Cuándo mi instinto me habla simplemente no puedo más que escuchar y hacer caso, y recuerdo muy bien que la última vez que fui a la práctica, al poco rato solamente podía verme a mi mismo tocando el violín, y sonaba en mi cabeza una y otra vez la hermosa e inmensa Chacona de Bach de la Sonata número 2 para violín solo.
Tan poderosas eran la imagen y la música, que antes del cierre de ese día de práctica, me levanté en silencio y salí por la puerta directo a mi auto, y allí a mi casa, con una única necesidad de sacar mi violín y ponerme a tocar esa pieza hermosa y profunda de Bach. Una y otra vez. Y mientras tocaba sentía que mis pensamientos hacían algo que nunca había notado: fluían al ritmo y en función de la música. Iban y venían sin mucha forma ni lógica según las notas y los ritmos, como si bailaran, o mejor aún, como si se dejaran llevar. Tuve la imagen del flautista de Hamelin. Noté que incluso mis pensamientos se transformaban en otra cosa, se convertían en olas de imágenes y sensaciones que no se resistían en absoluto a la música. Ya no tenían peso ni dirección.
Por primera vez me vi observándome tocar, algo que a través del tiempo se instaló en mi. Verme tocar el violín es una cosa, pero verme observarme tocar es otra. Desde este lugar surge una pregunta que no se puede responder con palabras: ¿Quién está tocando el violín? ¿Quién está mirándome tocar? Y ¿Quién está mirándome observarme tocar?
En ese momento tuve la sensación de ese fenómeno que se da cuando se pone un espejo en frente de otro y ambos se reflejan hasta el infinito. Y esa sensación de reflejo infinito de mi mismo mientras tocaba la Chacona de Bach y sentía el fluir de olas sin forma de mis pensamientos me apabulló, y tuve una sensación de profundo agradecimiento con la música y la vida toda.
“La verdad tarde o temprano te encuentra por más que te escondas”, pensé. Esa afirmación me trajo un enorme alivio, porque no había nada que hacer, sea lo que fuera me iba a encontrar. No había más nada que buscar, solamente quedarme allí y esperar que aquello me encontrara.
Mi manera de meditar es tocando el violín, esa es mi forma, ese es mi método para llegar a mi. Cada uno sabe cual es su manera, y la información está en esa voz, en esa intuición o como lo queramos llamar.
Y la manera más clara de saber que dimos con la tecla, es que en ese momento la búsqueda se detiene y la ansiedad de encontrar se transforma en alegria por haber sido encontrados.
Aunque más no sea un segundo, esa sensación cambia todo para siempre.