
Queda la mente en blanco por un instante, queda allí suspendida en el tiempo, como si pocas cosas importaran mas que eso que pasa, que eso que suena.
La vida gira en torno a la música de una manera inevitable, absurdamente inevitable. Todo es música y nada escapa de ella. Todo se armoniza con poco esfuerzo y con una naturalidad desconcertante. Todo suena a melodía en algún momento, incluso el suspiro ahogado de un llanto.
Suena lo que en apariencia no tiene sonido, ¿o acaso no escuchamos todos la caída de una hoja seca, o ese curioso zumbar de la nieve?.
Suena todo, suena incansablemente todo. Suenan los pensamientos todo el tiempo en la cabeza, y suena el ir y venir del diálogo constante con uno mismo.
Si no fuera por la música nos volveríamos locos, no sabríamos a donde ir, estaríamos desorientados sin manera de encontrarnos.
Todo en silencio sin la música. Barcos sin luna, ni estrella, ni faros, ni nada que los oriente.
Tristeza.
¿Sin embargo el silencio?
Sin el silencio no habría sonido, y ahí está de nuevo ella, esa dualidad agónica que nos tiene de acá para allá buscando un medio que solamente aparece cuando todo explota en mil pedazos.
Sin embargo el silencio y sin embargo el sonido.
Queda la mente en blanco por un instante, y allí está y estará ella, la Diosa música, para salvarnos una vez mas de la locura, con sus embrujos y sus conjuros de sonidos hermosos.
Que ella nos salve, justamente, del temor de vivir sin ella.