Javier Weintraub

A mis veinte años, un querido maestro de la vida me dijo que aquello que iba a hacerme feliz con mi violín, iba a ser la cantidad de amor que pusiera en mi labor. Recién a mis cuarenta pude empezar a acercarme a la idea de aquello que me habían dicho dos décadas atrás.

Pasé por todas las emociones y estados imaginables. Emprendí cuanta búsqueda se presentó ante mis ojos. Disfruté, sufrí, abandoné, retomé, morí, reviví, volvi a morir, odié, amé, volví a odiar y volví a amar.

Estuve en orquestas, di conciertos, grabé discos, di clases, tomé clases, hice giras y exploré todas las músicas que pude. Pero como siempre sucede, las cosas no pasan afuera, no están afuera, no viven afuera.

Un día, una mañana, recién cumplidos mis cuarenta años, entendí que no sentía una pizca de amor por lo que estaba haciendo, y una profunda sensación de tristeza me encontró pidiéndole disculpas a mi violín y a la música toda.

Y ella es tan bella y compasiva que me susurró al oído “Acá estoy, acá, esperándote”

Uno puede alejarse de ella, pero uno no puede dejar a la música olvidada por más que quiera. Tal vez se la olvida, y se la desprecia, y se la convierte en una «profesión», en un «trabajo», en un «ingreso». Pero tarde o temprano la música se muestra hermosa como nunca y recordamos lo enamorados que estamos.

Cantidades de cosas hice con la música y el violín, pero lo más importante, lo más trascendente y fundamental, fue amarlos.