Sin embargo el sonido

Queda la mente en blanco por un instante, queda allí suspendida en el tiempo, como si pocas cosas importaran mas que eso que pasa, que eso que suena. 

La vida gira en torno a la música de una manera inevitable, absurdamente inevitable. Todo es música y nada escapa de ella. Todo se armoniza con poco esfuerzo y con una naturalidad desconcertante. Todo suena a melodía en algún momento, incluso el suspiro ahogado de un llanto. 

Suena lo que en apariencia no tiene sonido, ¿o acaso no escuchamos todos la caída de una hoja seca, o ese curioso zumbar de la nieve?. 

Suena todo, suena incansablemente todo. Suenan los pensamientos todo el tiempo en la cabeza, y suena el ir y venir del diálogo constante con uno mismo.

Si no fuera por la música nos volveríamos locos, no sabríamos a donde ir, estaríamos desorientados sin manera de encontrarnos. 

Todo en silencio sin la música. Barcos sin luna, ni estrella, ni faros, ni nada que los oriente.

Tristeza.

¿Sin embargo el silencio?

Sin el silencio no habría sonido, y ahí está de nuevo ella, esa dualidad agónica que nos tiene de acá para allá buscando un medio que solamente aparece cuando todo explota en mil pedazos. 

Sin embargo el silencio y sin embargo el sonido.

Queda la mente en blanco por un instante, y allí está y estará ella, la Diosa música, para salvarnos una vez mas de la locura, con sus embrujos y sus conjuros de sonidos hermosos.

Que ella nos salve, justamente, del temor de vivir sin ella.

Silencio y Ahora

El sonido es silencio desde el lugar mas profundo de mi mismo. Ahí, en donde el silencio suena con armónicos y notas puras yo me siento en casa, en profundo contacto con el lugar de donde vengo, que es innombrable y no se ubica en ninguna parte.

En el suave pasar de las cerdas de mi arco con la cuerda de mi violín, ahí, en el ahora mas absoluto, existe un lugar que me libera de la experiencia de ser yo, y me lleva a la verdad de no existir en realidad, de no ser, de no estar, de solamente observar.

Y cuando observo, cuando soy pura atención y nada mas, en esa experiencia de estar aquí mismo, mis pensamientos se transforman en música, y sus sonidos son tan hermosos, tan claros y perfectos.

Todo pierde realidad ahí, en ese espacio del no pensamiento en el que vivo cuando desaparezco, en el que habito cuando me encuentra la música saliendo de mi violín. Todo se convierte en un sueño, o mejor dicho, todo el sueño desaparece y yo despierto.

¿Pero quién soy yo, sino aquel que tiene que dormirse para despertar? ¿Aquel que tiene que soñar con una personalidad, con una profesión, con ser alguien? Yo soy el que sueña que es alguien, y soy el alguien, y soy el sueño también. Soy el despertar y el dormir, y la música sonando al mismo tiempo.

No hay silencio sin ahora. Sin ahora es todo ruido. Sin ahora no hay nada.

La música es ahora, el sonido es ahora, yo soy ahora, el despertar es ahora. El silencio es ahora.

En el sonido de mi violín, en el sonido de mi música, en el sonido encuentro el silencio que me reconforta, que me conecta con algo fundamental que me habla de trascendencia, de amor y de unidad conmigo mismo.

En el sonido encuentro el silencio. En el sonido descubro la curva de universo que comienza en mi y termina en mi, mas allá de ese “yo“ de juguete que armo para que me distingan del resto. En el sonido comienza la chispa de todo lo que nace.

En medio de las notas, donde hay una espacio invisible, igual al espacio entre las moléculas o los átomos o las células, en ese misma distancia imperceptible e inaudible, ahí mismo vive el silencio y el ahora que dan vida a todo lo que suena. En ese silencio y en ese ahora nacen la música, nazco yo y nacemos todos.

Mi hogar fue construido allí y a veces vuelvo para descansar.

Intuición

Puedo reconocer una presencia adentro mío, como una energía particular y en absoluto ajena a mi, compasiva y sabia, que siempre se encuentra amorosamente disponible a mis inquietudes. Yo la llamo intuición, pero cada uno puede ponerle el nombre que más le guste.

En mi intuición está guardada cierta información que guía muy precisamente mi camino. Es una fuente de consulta rica y concreta, y responde a las preguntas y dudas que surgen, a veces automáticamente y otras no tanto. Cuánto más específicas y claras las pregunta, más prontas y certeras las respuestas.

¿Pero quién responde y quién pregunta?

Si hubiera una manera de responder eso, se acabaría todo el misterio de golpe, porque en realidad pregunta y respuesta no son un fenómeno, sino que son una experiencia. Yo no pregunto ni respondo, sino que yo soy la pregunta y la respuesta.

La intuición, las respuestas y las preguntas de alguna manera son la misma cosa para mí. Funcionan como esos aparatos que buscan metales y que lanzan sonidos leves y equidistantes cuando no encuentran y que enloquecen cuando se acercan a algún objeto.

Las veces que mi intuición me ha hablado claramente siempre coincidió con una sensación inexplicable en el cuerpo, de alegria y revolución interior. Cómo de encuentro conmigo mismo después de una larga búsqueda. En ese momento, las preguntas y las respuestas se agolpan y no se cuáles han nacido primero, si las primeras o las segundas, y encuentro a mi intuición como un enorme cartel señalizador.

Hace unos años, después de dar vueltas y vueltas sobre la idea de la práctica del Zen, y al regreso de un viaje largo por Japón en donde me interioricé mucho en el tema, decidí empezar a practicar zazen en un pequeño dojo de uno de los poquísimos monjes que hay en la Argentina.

Recuerdo mi emoción el primer día que asistí, cómo llegué temprano y cómo escuché cada una de las palabras instructivas que me decían. Me aboqué a la tarea ese día y varios más, hasta que a los cuatro o cinco meses noté que no era lo mío. Me encantaba leer sobre el Zen, amaba sus historias, lo entendía incluso. Mi casa estaba (y está) llena de imágenes de budas y monjes meditando y todo cuanto rodea su práctica me parece bello y poético.

Sin embargo el estar ahí, tratando de acomodar mi cuerpo adolorido, esforzándome por ver qué hacer con mis pensamientos y haciendo esfuerzos inútiles por silenciar mi mente, simplemente no me funcionaba.

Cada vez que me sentaba a meditar, en mi casa o en el pequeño dojo, aparecía esa voz adentro que me preguntaba qué buscaba, qué quería lograr, y me pedía de formas distintas que vuelviera a casa, a lo mío.

Yo entendía que formaba parte de la práctica y que simplemente tenía que evitar escucharla, pero de unos años a esta parte, aprendí a diferenciar la voz de mis pensamientos y la voz de mi intuición. Ambas voces sin sonido, ni palabras.

Cuándo mi instinto me habla simplemente no puedo más que escuchar y hacer caso, y recuerdo muy bien que la última vez que fui a la práctica, al poco rato solamente podía verme a mi mismo tocando el violín, y sonaba en mi cabeza una y otra vez la hermosa e inmensa Chacona de Bach de la Sonata número 2 para violín solo.

Tan poderosas eran la imagen y la música, que antes del cierre de ese día de práctica, me levanté en silencio y salí por la puerta directo a mi auto, y allí a mi casa, con una única necesidad de sacar mi violín y ponerme a tocar esa pieza hermosa y profunda de Bach. Una y otra vez. Y mientras tocaba sentía que mis pensamientos hacían algo que nunca había notado: fluían al ritmo y en función de la música. Iban y venían sin mucha forma ni lógica según las notas y los ritmos, como si bailaran, o mejor aún, como si se dejaran llevar. Tuve la imagen del flautista de Hamelin. Noté que incluso mis pensamientos se transformaban en otra cosa, se convertían en olas de imágenes y sensaciones que no se resistían en absoluto a la música. Ya no tenían peso ni dirección.

Por primera vez me vi observándome tocar, algo que a través del tiempo se instaló en mi. Verme tocar el violín es una cosa, pero verme observarme tocar es otra. Desde este lugar surge una pregunta que no se puede responder con palabras: ¿Quién está tocando el violín? ¿Quién está mirándome tocar? Y ¿Quién está mirándome observarme tocar?

En ese momento tuve la sensación de ese fenómeno que se da cuando se pone un espejo en frente de otro y ambos se reflejan hasta el infinito. Y esa sensación de reflejo infinito de mi mismo mientras tocaba la Chacona de Bach y sentía el fluir de olas sin forma  de mis pensamientos me apabulló, y tuve una sensación de profundo agradecimiento con la música y la vida toda.

“La verdad tarde o temprano te encuentra por más que te escondas”, pensé. Esa afirmación me trajo un enorme alivio, porque no había nada que hacer, sea lo que fuera me iba a encontrar. No había más nada que buscar, solamente quedarme allí y esperar que aquello me encontrara.

Mi manera de meditar es tocando el violín, esa es mi forma, ese es mi método para llegar a mi. Cada uno sabe cual es su manera, y la información está en esa voz, en esa intuición o como lo queramos llamar.

Y la manera más clara de saber que dimos con la tecla, es que en ese momento la búsqueda se detiene y la ansiedad de encontrar se transforma en alegria por haber sido encontrados.

Aunque más no sea un segundo, esa sensación cambia todo para siempre.

Las «efes» de un violín

DE CHICO ME HABÍAN DICHO QUE ERAN «ESES», PERO RESULTARON SER «EFES».

Las «efes» son esas dos especies de ranuras que tienen los violines y violas y cellos y contrabajos en su torso, en su pecho de madera, y son los encargados de dejar salir los sonidos que rebotan en sus interiores de madera también. Todos de madera son ellos, esos instrumentos animales mansos y quietos, que solamente suenan sus ronroneos cuando son acariciados con amor y sabiduría.

Ellas, las “efes“, están allí, inspirando y expirando música. Pero a veces esas músicas vienen cargadas de ideas y emociones varias, que quedan atrapadas adentro como bolas de pelusas sin poder salir de esos cuerpos cavernosos llenos de nudos y vetas. Y ahí quedan ellas, las ideas, y los pensamientos, y las sensaciones del músico, que sin notarlo, va llenando más y más a su instrumento de él mismo.

Las «efes» son como las branquias de un animal que vive en un espacio oxigenado por ondas sonoras, que no conoce otra forma de alimentarse que de aquello que nace de sí mismo. Siempre vi a los instrumentos de cuerda frotada como seres un poco prehistóricos que acomodaron su naturaleza para vivir en función de quién los hace sonar. Un violín vive porque el violinista vive. Y el violinista vive porque algo más vive dentro suyo…

A veces mis pensamientos se quedan allí, atorados. A veces no pueden escapar mis ideas y se mezclan con los sonidos y los armónicos perfectos de las notas puras.

Y a veces allí estoy yo, viendo como mi cabeza se vacía de pensamientos yendo todos ellos hacía las «efes» de mi violín.

Murmuran esas “efes“ palabras con notas de todos los colores y formas, y consiguen por arte de magia sonar como sueno yo, o mejor dicho, como suena aquello que suena a través mío y que no tiene nombre y a lo que no se lo puede llamar. No siempre murmuran en realidad, sino que a veces gritan y se desesperan porque yo entienda cosas. Están tan vivas como yo finalmente, esas “efes“ vivas.

Viviría allí adentro, en mi violín. Acomodaría lo poco que pueda tener y me dejaría despertar todos los días por la luz entrando por esas ranuras hermosas y curvas que dejan salir y entrar sonidos. Que dejan salir y entrar luz.

Viviría entre esas finas paredes de cedro, y dejaría que el sol nos caliente gracias a ellas, a esas “efes“ hermosas de mi violín.

Ph: Lionel Genovart